APUNTES SOBRE TEORÍA DE LA ORGANIZACIÓN Y SU RELACIÓN
CON LA FUNCIÓN DE PLANIFICACIÓN DE EFECTIVOS EN LA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA.
Oscar Briones Gamarra
Las
administraciones públicas suelen ser identificadas por la doctrina –con razón–
como organizaciones lentas, burocráticas y poco permeables a cambios en el
entorno. Esta visión clásica de una “Administración burocrática”, asentada
originariamente en la Ciencia de la Administración por Max Weber (1922), sigue
fuertemente consolidada en el imaginario colectivo en todo el mundo, y los clichés negativos en ese sentido continúan gozando de un enorme vigor. Cierto es,
que las
organizaciones del sector público permanecen deudoras en gran medida de los
principios de la organización jerárquica estudiada por Max Weber en el siglo
XIX. Es así, que los modelos existentes, a pesar de la cada vez mayor presencia
de nuevas fórmulas, siguen vinculados a los principios de jerarquía, con una
dimanación de instrucciones y toma de decisiones netamente vertical,
especialmente visible en las Administraciones de modelo burocrático o de carrera,
como el caso de Francia, España o Alemania. Precisamente este aspecto de
inadecuada u obsolescente organización del trabajo, es uno de los aspectos que
destaca el CIS como elemento de desmotivación en el caso español.
Dicho esto, no se pueden
olvidar o anular las virtudes que aporta el modelo burocrático clásico, que
tuvo una gran lógica en el momento histórico de su creación (en un entorno
abiertamente discrecional y de gran inseguridad jurídica) y así, valores como
la equidad, la igualdad o la seguridad jurídica se encuentran consolidados en
buena medida gracias a este modelo clásico, que tienen su contraparte en
problemas de dinamismo, eficacia u orientación a la innovación y mejora de las
relaciones humanas en el trabajo.
Conviene no olvidar no
obstante, que precisamente el de la organización
jerárquica-piramidal propia del modelo burocrático, es un principio
organizativo opuesto al propio de gestión de recursos humanos, como han
señalado entre otros Brugué y Subirats (1997),
que fomenta la persuasión, la negociación y la integración frente al carácter
director y de mando del modelo jerárquico. La eficacia organizativa precisa
cierto grado de cooperación voluntaria, como la definía Etzioni, y la propia
existencia de un sistema de gestión de recursos humanos, de existir, nos
debería alejar del carácter coactivo del modelo jerárquico para aproximarse a
un modelo donde predominan la implicación, la relación y la comunicación.
Administrar
o dirigir implica elaborar órdenes e instrucciones para mandar sobre una
estructura organizativa, mientras que gestionar significa manejar un sistema
complejo compuesto de múltiples actores y organizaciones; de hecho, incluso en
estructuras autoritarias formales es necesario que junto con el control exista
una cierta dosis de consentimiento como señaló en su día Selznick. Por otra
parte, como señala Villoria la jerarquía tradicional es difícilmente compatible
en organizaciones donde el subordinado puede dominar el conocimiento del área
más que el superior, estando además en proceso de formación permanente en su
área de actividad.
Además es necesario recordar
que las organizaciones públicas son denominadas “organizaciones de nexo débil” –como
las bautizaron March y Olsen– desde el momento en que no disponen de objetivos
claros y rehúyen de la planificación estratégica. Esta deficiencia suele ser
achacada a la presencia del factor político, que frente a la planificación
estratégica suele planificarse en función de los plazos electorales y el
momento político, siendo reacio al control estricto por indicadores u objetivos
(aunque la normativa sobre transparencia y gobierno abierto comienza a
dificultar este gusto por la indefinición de metas concretas).
Establecido
en sus líneas maestras este contorno jerárquico tradicional, aunque con una
tendencia actual clara al aplanamiento del modelo organizativo, es necesario
hacer mención en organización primeramente al concepto de planificación.
Utilizando
la clásica definición de Vetter (1972: 28), la planificación de recursos
humanos es el proceso por el que una
organización se asegura el número suficiente de personal, con la cualificación
necesaria, en los puestos de trabajo adecuados y en el tiempo oportuno para
hacer las cosas más útiles económicamente. Representaría por tanto una
relación entre los objetivos y los medios para la consecución de dichos
objetivos.
De la
definición anterior podemos extraer la idea de que estaríamos ante un conjunto
de actividades interrelacionadas que entroncan con algunos de los subsistemas
de personal como, entre otros, el de selección (para conseguir candidatos
idóneos), el de formación (para asegurarse de que posean la mejor y más
actualizada cualificación), o el de ordenación de los efectivos (para la mejor
definición posible de los puestos a proveer en relación con la carga de
trabajo).
En el plano de la dirección
organizativa del trabajo, las tendencias más actuales incorporan al debate la
necesidad de “horizontalizar” las organizaciones, proceso de cambio
organizativo también denominado “aplanamiento de las jerarquías”. Esta
horizontalización de la organización del trabajo se vincula con beneficios
organizativos, más lógicos aún cuanto más cualificadas están las plantillas
públicas, y redundantes en un aprovechamiento del talento de todos los miembros
de la organización, de un entorno de mayor creatividad y de una expectativa de
mejores decisiones y soluciones a los problemas públicos, por tanto de mayor
productividad.
Esta “horizontalización” de
las organizaciones públicas requiere una visión dinámica del proceso, de modo
que serán de especial importancia aspectos culturales o de comunicación en la
organización. Requiere un fuerte proceso de socialización de la organización
pública en que se quiere instaurar este modelo, amén de modificaciones
estructurales y de procedimientos. Es evidente por
tanto, que estamos ante una nueva filosofía que genera enormes resistencias,
casi una “contracultura” en el sector público, en el que la pertenencia a un
grupo funcionarial, el status inherente y el encuadramiento jerárquico en un
determinado colectivo y funciones ha venido presidiendo el panorama más común
de las administraciones públicas.
Este “aplanamiento” de las
organizaciones públicas entronca con la idea de adaptación frente a la
tradicional rigidez jerárquica-organizativa, por tanto de mayor orientación a
lo que los ciudadanos exigen de sus administraciones, y requiere también mayor
flexibilidad organizativa, si bien esta no debe ser implementada a costa de
empeorar el clima laboral. Asimismo, esta necesidad de flexibilidad de la administración
puede perfectamente transformarse en un modelo de oportunidades para los
empleados (de adecuación a los puestos, mejoras retributivas, profesionales, de
carrera, etc.). La organización ha de ser óptima y excelente, pero ello ha de
lograrse, como afirma Subirats, sin perder de vista la idea de adaptación
constante y orientación a los resultados.
La realidad, a
pesar de las nuevas tendencias descritas, es que sigue predominando el modelo
burocrático en buena medida y con sus carencias de inicio. Se ha de promover
así la profesionalización de tareas que se ha de iniciar con un correcto
dimensionamiento de las organizaciones públicas y sus unidades, el control de
los mecanismos de trabajo colectivo e interdepartamental o el seguimiento a los
flujos de circulación de la información –formal e informal– por los circuitos
organizativos.
Para ello, es
importante, de entrada, conocer los subsistemas organizativos que
tradicionalmente conforman una administración pública, y para ello es
conveniente recordar la figura de Kast y Rosenzbeig (1976) compuesta por los
elementos de estructura administrativa, recursos humanos, recursos tecnológicos,
financieros y materiales y procesos administrativos.
Imagen1. Fuente Kast, F.E., y Rosenzbeig, J.A. (1976)
Frente
a esta imagen lenta, casi parsiomoniosa, de la Administración Pública, se
inició en los años 70 un fuerte movimiento por vitalizar y dinamizar las
Adminitraciones, si bien a veces a costa de reducir directamente su tamaño y
substituirlo por servicios ofrecidos por el sector privado. Esta visión,
comúnmente denominada “Nueva Gestión Pública”, cambia la foma de concebir las
administraciones públicas, básicamente introduciendo conceptos y formas de
trabajar propias de las organizaciones privadas.
Sin
embargo la irrupción de nuevas formas de entender la Administración Pública
difiere enormemente de unos países a otros, y especialmente en los países
deudores del modelo de carrera o modelo continental, en los que el
dimensionamiento y estructuración de la Administración Púbica sigue
respondiendo a las pautas clásicas, por tanto a una visión jerárquica apartada
de la búsqueda de la eficiencia, la eficacia o el dinamismo.
No
obstante, este continuismo organizativo, se combina con estados en los que se
han intentado fórmulas de dinamizar la administración, bien mediante modelos de
agencias, con fórmulas mixtas entre las organizaciones públicas y las privadas
o mediante la forma más traumática de privatizaciones o externalizaciones
(manteniendo la titularidad), de servicios públicos.
En lo
que nos ocupa, el modelo de carrera y el caso español, sigue predominando el
modelo burocrático; y la creación de unidades administrativas continúa dejada
al arbitrio de altos funcionarios o políticos, pero normalmente sin presencia de
rasgos de profesionalización en la materia de gestión de recursos humanos que
se puedan dedicar la pericia técnica exigible al correcto dimensionamiento de
unidades.
Continúa
por tanto muy presente, el entendimiento –velado normalmente– de las unidades
administrativas como espacios de poder, cuyo aumento de dimensión supone un
aumento de poder político o funcionarial (o ambas cosas), orillando el análisis
técnico de cuál es el esquema organizativo idóneo en términos de eficacia,
eficiencia o trato con el público.